martes, 3 de noviembre de 2009

Gijón.

Hay quienes aun no me entienden cuando digo que Gijón es la ciudad mas bella del mundo. Yo lo digo con los ojos brillantes y ellos decapitan mi verdad con su ignorancia, con su inevitable y aprendida cegera. Ellos no quieren entender, me preguntan que si hay enormes catedrales o ostentosos jardines... yo, abatido, agacho la cabeza y me rindo, no se puede vencer con razones a quien carece de ellas.

Ellos no entienden, pero yo conozco el secreto encantador, el misterio oculto que atrapa a todos. Es algo sencillo pero extremadamente difícil a la vez. No radica en la posesión de suntuosos palacios de importantisimos caciques. Es algo más llano, más humilde... justo eso, más humilde.
Gijón domina a la perfección la poesia de la humildad. Desde sus calles que transpiran humildad, hasta la sonrisa bonachona de un buen paisano. Además del reverencial respeto de sus muros a la naturaleza, aceptando inevitablemente la eterna superioridad sobre su leve existencia, intengrandolo dentro de si misma, como algo propio.

Gijón es también el olor a mar y la inconfundible brisa de mar. La belleza de los cielos grises, el invierno y la lluvia. El asfalto llameante calmado por el incesante repiquetear de las gotas de agua. Un enjambre de paraguas, recuerdos y calles empedradas. Un paseo de verano por la playa, acompañado por el rugido del mar, siempre apaciblemente poderoso, y por su silueta centellante reflejada en el agua. Gijón lo es todo, porque desde su humildad se ha convertido en algo grande, bello e inigualable.

Por eso he prometido que nunca te olvidaré, que esté donde esté, más cerca o más lejos, te llevaré siempre dentro de mi y que volveré a ti, a recorrer tus calles y a volver a inhalar los humeantes recuerdos de tantos y tantos momentos desteñidos por la memoria y la lluvia. Que siempre te llevaré en mi memoria y yacente en mi lengua vivaz, para expandir tu nombre, para ensalzarte como te mereces... aunque ellos no me quieran entender...




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