martes, 27 de noviembre de 2012

Posdata.


Eran las 12:40. Llegabas tarde. Yo te estaba esperando sentado, apoyado en el cristal. Habíamos quedado en esa cafetería hortera que está en la esquina de la Avd Castilla y la Costa. Llegaste media hora después, prácticamente corriendo, sujetando en tus labios un cigarrillo de liar. Recuerdo que me diste un solitario besa en la mejilla y sin mediar palabra, arrojaste el cigarro y entraste en el bar.

Nos sentamos al fondo del café,  “así ningún cabrón nos podrá espiar”, dijiste riéndote, mientras te quitabas la chaqueta. Yo me mantuve en silencio, observándote. Pediste dos cafés, uno con leche y otro cortado para mí. Y entonces descubrí en tu camisa, una pequeña mancha de café, en la parte superior a la izquierda. “Este será el tercero del día” dijiste sombrío al verme observarla.

Comenzaste a hablar de cosas grandes, del ave fénix y de sus cenizas. Comentaste no se que cosas de una isla del tesoro, de ballenas indomables, y de un lugar donde había un zorro, que dicen, se acostaba con principitos. Hablabas de revoluciones, de masas ardiendo, antorchas y gigantes de polvo. Lo decías todo exaltado, con un brillo delirante en el caoba de tus ojos. Tu mano sostenía por arte de magia, la taza de café entre temblores de grandeza.

Me hablabas de todo eso, pero a mi no me importaba. Yo te escuchaba atentamente, sujetándote con mi mano la tuya, y viendo crecer el brillo de tus ojos. Pero a mí no me importaba el rastro de cenizas que va dejando la humanidad en su camino. Me bastaba con tenerte delante una vez más, después de tanto tiempo. Para ser sincero, hubiese preferido hablar de cosas más sencillas, de como brillaba la luna la noche en la que nos conocimos, por ejemplo. De lo muchísimo que te había echado de menos, quizá. 

De repente, callaste, y en el silencio fue a morir, a las orillas de mis labios, un te quiero inarticulado. 

Aquel silencio fue un verano largo, la roja promesa de una flor . Esa mancha de café en tu camisa.

Una hora después nos habíamos ido. ¡Hasta pronto! me gritaste desde lejos, con una sonrisa eterna en tus labios. Esa fue la última vez que te vi, y te prometo que aun hoy me lamento y me maldigo. A mí y a mis cuerdas vocales por su insensata cobardía. A mí y a mi retina, que aun no me ha dejado olvidar aquella mancha de café en tus pupilas.


"Pero otro día toco tu mano. Mano tibia...
Tu delicada mano silente. A veces cierro
mis ojos y toco leve tu mano, leve toque
que comprueba su forma, que tienta
su estructura, sintiendo bajo la piel alada el duro hueso
insobornable, el triste hueso adonde no llega nunca
el amor. Oh carne dulce, que sí empapa del amor hermoso.

Es por la piel secreta, secretamente abierta,
invisiblemente entreabierta,
por donde el calor tibio propaga su voz, su afán dulce;
para rodar por ellas en tu escondida sangre,
como otra sangre que sonara oscura,
que dulcemente oscura te besara
por dentro, recorriendo despacio como sonido puro
ese cuerpo que resuena mío, 
mío poblado de mis voces profundas
¡oh resonado cuerpo de mi amor!, ¡oh poseído cuerpo!,
¡oh cuerpo sólo sonido de mi voz poseyéndole!

Por eso, cuando acaricio tu mano, sé que sólo el hueso rehúsa
mi amor -el nunca incandescente hueso del hombre-.
Y que una zona triste de tu ser se rehúsa,
mientras tu carne entera llega un instante lúcido
en que total flamea, por virtud de ese lento contacto 
de tu mano,de tu porosa mano suavísima que gime,
tu delicada mano silente, por donde entro
despacio, despacísimo, secretamente en tu vida,
hasta tus venas hondas totales donde bogo,
donde te pueblo y canto completo entre tu carne."

Vicente Alezandre